“Des rêves en bateaux papiers” de Samuel Suffren

Édouard vit à Port-au-Prince avec sa fille Zara. Depuis que sa femme est partie, lui et sa fille n’ont reçu d’elle qu’une seule cassette, et cela remonte à longtemps. Après des années d’absence, que peut-on attendre d’un amour lointain ?

The leftovers à Haïti

  • Édouard lives in Port-au-Prince with his daughter Zara. Since his wife left, he and his daughter have only received a single cassette from her, and that was a long time ago. After years of absence, what can one expect from a distant love?

    Someone can be absent and present at the same time, and the sense of double bind this creates for those around them can reach the point of suffocation. On a magnetic tape that Edouard listens to until it wears out, his wife recorded sweet words, thoughts, whispers, leaving him frozen by this time machine (a beautiful retro object that anchors the film in the 1980s) as he tries to fill the void she created by leaving. She also recorded a few words for their daughter, to teach her how to speak, to say "mom." Everything needed to endure her absence... but for how long? We never find out, as we are too preoccupied deciphering the nature of this story—the despair of a man waiting for his wife, who left to pursue her American dream. Fleeing Haiti by boat at the risk of her life to achieve a better future in the United States—then what? Was she planning to settle there while awaiting their arrival? Or did she abandon them? For Edouard, the waiting gradually takes on a bitter taste. His daughter grows up, and the daily grind, work, and doubts drain him.

    This masculine frustration generates a sense of role reversal, as here, it is the man who stays behind. Edouard raises the child, does her hair, and cleans the house, all while yearning for his beloved. The absence is conveyed through a fragile cinematic style, presumably created with limited means but made relatively significant through simple staging: black-and-white imagery, high-contrast lighting, and compositions focused on Edouard's static body, often off-center and placed at the edge of the frame to evoke emptiness. The cinematography sometimes recalls Pedro Costa's film Vitalina Varela, which narrates a Cape Verdean woman’s 25-year wait following her husband’s emigration to Portugal—only to discover that he had started a new life and died just days before her arrival in Lisbon. While the Haitian short film does not possess this tragic dimension—since we never learn if love eroded or if his wife passed away—it instead focuses on the character's descent into madness. Edouard is consumed by doubt and waiting, and we ultimately lose track of whether his memories are real or imagined.

    Since Donald Trump's disparaging remarks about Haitians, the issue of Haitian immigration has sparked intense discussion within the American cultural sphere, and this deeply sensitive narrative has struck a chord. Qualified for the 2025 Oscars (though not yet officially selected) and featured at Sundance this year, its strength lies in the portrait of Haiti that Samuel Suffren, its Haitian director, subtly sketches throughout the film. Suffren himself shares that his father attempted to leave for the United States on a "boat-people" journey in 1980, spending twenty-two days at sea before being rescued by a commercial vessel and returned to Haiti. This story likely shaped the filmmaker's soul, as his first short film, Agwé, also explored the perspective of those left behind: "How can someone leave their homeland, their native soil, to board a boat for an uncertain dream? I became interested in the person who stays behind and in how one waits for their husband, wife, or child for ten, fifteen, or twenty years, sometimes without hope of their return."

    Haiti is not merely a contextual backdrop for a poignant story, and this is where Suffren's skill as a filmmaker truly shines. Port-au-Prince is sinking into violence, lives are lost, and both individuals and society are reflected as fragmented mirrors of one another. To evoke this, Suffren uses a recurring intimate object that traverses two realms, the interior and the exterior. Édouard makes his bed with a white sheet—a bed where he tends to his baby, yearns for his wife, and lies down to wait. This same sheet later dries in the courtyard of a house, only to be flung into the public sphere by the violence of the streets: a teenage boy, shot dead in the street, is covered with it by a policeman. Adding to this technique is the reversal of temporal order in the editing: after the boy's death, his father tucks him into a bed draped with the same white sheet, now placed in the street as part of a metaphorical staging.

    The director thus seeks to weigh the immense tenderness and love that are lost when a loved one departs, juxtaposing this sentiment with the plight of the nation as a whole. A phrase painted on a city wall encapsulates the message: "Our country was as beautiful as a parrot’s feather." Haiti is losing its men, women and children, and like them, it mourns its bygone days of happiness.

  • Édouard vive en Puerto Príncipe con su hija Zara. Desde que su esposa se fue, él y su hija solo han recibido de ella una cinta, y eso fue hace mucho tiempo. Después de años de ausencia, ¿qué se puede esperar de un amor lejano?

    Alguien puede estar ausente y presente al mismo tiempo, y la sensación de doble vínculo que esto genera en quienes lo rodean puede llegar al punto de la asfixia. En una cinta magnética que Edouard escucha hasta desgastarla, su esposa ha grabado palabras dulces, pensamientos, susurros, dejándolo inmóvil junto a esa máquina del tiempo (un hermoso objeto retro que sitúa la época de la película en los años 80), tratando de llenar el vacío que ella creó al irse. También ha grabado algunas palabras para su hija, para enseñarle a hablar, a decir mamá. Todo para resistir sin ella... ¿Hasta cuándo? No lo sabremos, demasiado ocupados como estamos descifrando la naturaleza de este relato, el de la desesperación de un hombre que espera a su esposa, quien se fue a vivir su sueño americano. Huir de Haití en barco, arriesgando la vida, para alcanzar una vida mejor en Estados Unidos, ¿y después? ¿Estaba previsto que ella se instalara allí mientras esperaba por ellos? ¿Los abandonó? La espera termina teniendo un sabor amargo para Édouard. Su hija crece, y la rutina, el trabajo y las dudas lo consumen.

    Esta frustración masculina genera la sensación de una inversión de roles, ya que aquí el hombre es quien se queda. Edouard cría a la niña, la peina y hace las tareas domésticas, mientras añora a su amada. La ausencia se expresa de forma cinematográfica frágil, que se supone realizada con pocos recursos, pero que adquiere un significado considerable gracias a una puesta en escena sencilla: una imagen en blanco y negro, una iluminación contrastada y planos compuestos en torno al cuerpo estático de Édouard, descentralizado y ubicado al borde del encuadre para transmitir el vacío. La fotografía a veces recuerda a la del filme de Pedro Costa, Vitalina Varela, que narra una espera de 25 años de una mujer caboverdiana tras la partida de su esposo emigrado a Portugal. Veinticinco años para descubrir que él rehízo su vida y murió pocos días antes de que ella lo encontrara en Lisboa. Si bien el cortometraje haitiano no tiene esa dimensión trágica, ya que nunca sabremos si hubo desintegración del amor o la muerte de su esposa, el interés del director parece centrarse en la transición hacia la locura de su personaje. Édouard es consumido por la duda y la espera, y al final no sabemos si sus recuerdos son reales o imaginarios.

    Desde los comentarios despectivos de Donald Trump hacia los haitianos, la cuestión de la inmigración haitiana ha animado la esfera cultural estadounidense, y este relato lleno de sensibilidad ha tocado fibras. Calificado para los Óscar 2025 (aunque aún no seleccionado) y elegido en Sundance este año, su fuerza radica en el retrato del país que Samuel Suffren, su director haitiano, dibuja de manera sutil a lo largo de la película. Él mismo cuenta que su padre quiso emigrar a Estados Unidos embarcándose en un "boat-people" en 1980, pasando veintidós días en el mar antes de ser rescatado por un barco comercial que regresaba a Haití. Esta historia probablemente marcó el alma del cineasta, ya que su primer cortometraje, Agwé, ya exploraba la cuestión de quienes se quedan: “¿Cómo puede alguien dejar su tierra natal, su patria, para embarcarse hacia un sueño incierto? Me interesé en la persona que se queda, y en cómo alguien puede esperar a su esposo, esposa o hijo durante diez, quince o veinte años, a veces sin esperanza de regreso.”

    Haití no es solo un elemento de contexto para contar una historia conmovedora, y ahí reside la destreza del cineasta. Puerto Príncipe se hunde en la violencia, se vive y se muere, y tanto el individuo como la sociedad se reflejan en una fragmentación mutua. Para transmitir esta sensación, utiliza un objeto íntimo recurrente que atraviesa ambos universos, el interior y el exterior. Édouard hace su cama con una sábana blanca, en la que cuida a su bebé, añora a su esposa y muchas veces se acuesta a esperar. Esa misma sábana luego se seca en el patio interior de una casa, antes de ser arrojada al exterior por la violencia de la calle: un adolescente muerto a tiros yace en plena calle, y un policía cubre su cuerpo con ella. A este recurso se suma la inversión del orden temporal en el montaje: después de la muerte del joven, su padre lo arropa en una cama con sábanas blancas que han sido colocadas en la calle como parte de la puesta en escena metafórica.

    El director busca hacernos reflexionar sobre la miríada de ternura y amor que se pierde cuando un ser querido se va, y extiende este sentimiento a todo el país gracias a una frase inscrita en un muro de la ciudad: «Nuestro país era tan hermoso como una pluma de loro». Haití pierde a sus hombres, mujeres y niños, y como ellos, llora por sus tiempos felices que ya no volverán.

Quelqu’un peut être absent et présent en même temps, et le sentiment de double contrainte que cela procure à l’entourage, peut aller au point de l’asphyxie. Sur une bande magnétique qu’Edouard écoute jusqu’à l’usure, sa femme lui a enregistré des mots doux, des pensées, des chuchotements, le laissant figé près de cette machine à remonter le temps (bel objet rétro qui fixe l’époque du film vers les années 80), à essayer de remplir le vide qu’elle a créé en partant. Elle a aussi enregistré quelques mots pour sa fille, pour lui apprendre à parler, à dire maman. Tout pour tenir sans elle… Jusqu’à quand ? On ne le saura pas, trop occupé qu’on est à déchiffrer la nature de ce récit, celui du désarroi d’un homme qui attend sa femme partie vivre son rêve américain. Fuir Haïti par bateau au péril de sa vie et gagner une vie meilleure aux États-Unis, et après ? Était-il prévu qu’elle s’y installe en attendant leur venue ? Les a-t-elle abandonnés ? L’attente finit par avoir un goût amer pour Édouard. Sa fille grandit, et le quotidien, le travail et les doutes l’épuisent.

Cette frustration masculine génère le sentiment d’une inversion des rôles, puisque l’homme est ici celui qui reste. Edouard élève l’enfant, la coiffe et fait le ménage, en se languissant de sa bien-aimée. Le manque est exprimé sous une forme cinématographique fragile qu’on suppose réalisée avec peu de moyens, mais rendue relativement signifiante par une mise en scène simple : une image en noir et blanc, un éclairage tout en contraste, et des plans composés autour du corps statique d’Édouard, décentré et placé bord-cadre pour donner à ressentir le vide. La photographie rappelle parfois celle du film de Pedro Costa, Vitalina Varela, racontant une attente de 25 ans d’une femme cap-verdienne, après le départ de son mari émigré au Portugal. Vingt-cinq ans pour découvrir qu’il a refait sa vie, et qu’il est mort quelques jours avant qu’elle ne le retrouve à Lisbonne. Si le court-métrage haïtien n’a pas cette dimension tragique, puisqu’on ne saura jamais s’il y a eu délitement de l’amour ou décès de sa femme, c’est plutôt la bascule dans la folie de son personnage à laquelle le réalisateur s’intéresse. Edouard est rongé par le doute et l’attente, et on finit par ne plus savoir si ses souvenirs sont réels ou fantasmés.

Depuis les propos dévalorisants de Donald Trump sur les haïtiens, la question de l’immigration haïtienne anime la sphère culturelle américaine, et ce récit tout en sensibilité a fait mouche. Qualifié pour les Oscars 2025 (pas encore sélectionné), et sélectionné à Sundance cette année, sa force réside dans le portrait du pays que Samuel Suffren, son réalisateur haïtien, esquisse en filigrane du film. Lui-même raconte que son père a voulu partir aux États-Unis en embarquant sur un “boat-people” en 1980, passant vingt-deux jours en mer, avant d’être secouru par un bateau commercial rentrant en Haïti. Cette histoire a probablement pétri l’âme du cinéaste, puisque son premier court-métrage, Agwé, explorait déjà la question de celle qui reste: “Comment quelqu’un peut laisser sa terre natale, sa patrie, pour prendre un bateau vers un rêve incertain ? Je me suis intéressé à la personne qui reste, et à la manière dont on peut attendre son mari, sa femme, son enfant, pendant dix, quinze ou vingt ans, parfois sans espoir de retour.”

Haïti n’est pas seulement un élément de contexte pour porter une histoire sensible, et c’est là l’habileté du cinéaste. Port-au-Prince s’enfonce dans la violence, on y meurt, et l’individu et la société se retrouvent fragmentés en miroir. Pour donner à le ressentir, il utilise un objet intime récurrent qu’il fait traverser les deux univers, intérieur et extérieur. Édouard fait son lit avec un drap blanc, lit dans lequel il soigne son bébé, se languit de sa femme, et se couche souvent à attendre. Ce même drap sèche ensuite dans la cour intérieure d’une maison, avant d’être projeté à l’extérieur du foyer par la violence de la rue : un adolescent étendu en pleine rue est mort par balles, et un policier recouvre son corps avec. S’ajoute à ce procédé, l’inversion de l’ordre du temps dans le montage : après la mort du garçon, son père le borde dans un lit drapé de blanc qu’on a installé dans la rue pour les besoins de la mise en scène métaphorique. Le réalisateur cherche ainsi à nous faire soupeser la myriade de tendresse et d’amour que l’on perd lorsqu’un être cher s’en va, et appose ce sentiment à l’ensemble du pays grâce à une phrase inscrite sur un mur de la ville : «Notre pays était aussi beau qu’une plume de perroquet». Haïti perd ses hommes, ses femmes et ses enfants, et comme eux, pleure ses temps heureux révolus.

GB



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